No conforme con deportar a los presos políticos recientemente excarcelados, el gobierno cubano expulsa ahora de su tierra los restos exhumados de Orlando Zapata Tamayo. El procedimiento ha sido el mismo: hacerle imposible la vida a la familia y ofrecerle la tentadora solución del exilio. Repiten de esa forma la conocida receta de lanzar una jauría contra personas indefensas para aparecerse en el minuto conveniente a salvarlos de las garras iracundas de sus testaferros disfrazados de  “pueblo indignado”.

La prensa extranjera acreditada en Cuba, afanosa de que sus notas escalen la primacía, disfrutará del privilegio de entrevistar en el aeropuerto a la madre del mártir, para certificar la falacia de que –en última instancia- todo el alboroto era solo para esto. Con el propósito de organizar esa escena, personas no autorizadas le aseguraron a Reina Tamayo, que ya todo estaba arreglado para que viajara a los Estados Unidos, cuando ni siquiera en la Oficina de Intereses de ese país se había recibido una solicitud formal para el visado.

Representantes de la iglesia católica cubana colaboraron en la tarea de persuadir a la madre de Orlando de que todo estaba listo para dar por terminado el calvario al que la había condenado la policía política, la que domingo tras domingo organizaba piquetes para impedirle ir al cementerio y al templo de Banes. La absolvieron de continuar el sacrificio, le perdonaron los pecados y le mostraron el camino contrario de donde estaba su cruz. El mismo día de la exhumación se cumplirá un año de la beatificación del Padre Olallo y un año también de que, en una celda de castigo de la prisión Kilo 7 de Camagüey, Zapata Tamayo eligiera la inmolación antes que la sumisión.

Pasará el tiempo,  y un día recibiremos como se merece lo que quede para entonces del cadáver incómodo de este hombre, que no dejó escrita una sola frase memorable ni fue líder de nadie, pero hizo que nos avergonzáramos de
nuestra cobardía cotidiana.